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domingo, 14 de noviembre de 2010

Dar la vida:

Es un artículo de Jaime Nubiola en "Invitación a pensar":


Los dramáticos acontecimientos del 16 de abril del 2007 en el campus de la prestigiosa Universidad Virginia Tech nos conmovieron a todos, quizás en particular a quienes trabajamos en el mundo universitario. Un total de treinta y dos personas fueron abatidas a tiros por un estudiante coreano que finalmente se suicidó. Dos fueron disparadas a primeras horas de la mañana en un dormitorio de estudiantes, y dos horas más tarde, otras veintinueve personas morían por los disparos en Norris Hall, donde se imparten las clases de ingeniería.

En cierto sentido, aquella terrible carnicería me interpelaba personalmente pues, en abril del 2004, fui invitado por la profesora Rosa Mayorga a tomar parte en un congreso sobre Charles Peirce en la Virginia Tech, con ocasión del vigésimo aniversario del Departamento de Filosofía. En mis días en el campus pude recorrer sus hermosos espacios, la imponente biblioteca e incluso vi desde fuera los dos edificios en los que han ocurrido estos trágicos sucesos. Hice también algunos amigos entre los colegas del claustro académico y pude hablar con unos cuantos estudiantes.

Mi ponencia trató sobre la clasificación de los saberes y la interdisciplinariedad. En ella defendí la necesidad de la creación de espacios afectivos de cordialidad para una efectiva comunicación interdisciplinar, para un verdadero trabajo en equipo. En mi presentación decía al auditorio que el papel de un pequeño departamento de filosofía en una gran universidad tecnológica como aquella era el de recordar a sus colegas que «la ley de la verdad y la ley del amor —en palabras de Peirce— son una y la misma», y que, por tanto, debían enseñar a trabajar codo con codo a personas de muy distintos intereses al servicio de una tarea común. Después de mi intervención tuvimos un animado debate, pues algunos de mis oyentes consideraban mi propuesta un tanto ingenua para una sociedad tan competitiva como la norteamericana, mientras que a otros les entusiasmaba la perspectiva que mis palabras les abría.

Tres años después, aquella matanza parece demostrar que yo estaba equivocado, que efectivamente en la universidad americana no hay sitio para el amor. Incluso he leído en la prensa norteamericana a los que argumentan que si los estudiantes hubieran ido armados habrían sido capaces de «neutralizar» al asesino y otras barbaridades de un tenor semejante.

Nada más conocer la noticia, en todos los países europeos echamos unánimemente la culpa de aquella tragedia a la laxa legislación americana que permite comprar armas con tanta facilidad. Pero todos sabemos que, de ordinario, las culpas no están en las leyes y en las estructuras, sino sobre todo en las personas. Como escribía Charles Krauthammer en The Washington Post, el problema se encuentra no en la facilidad para adquirir armas, sino más bien en la dificultad que tiene la sociedad norteamericana —¡y la nuestra!— para detectar a las personas perturbadas y recluirlas en centros psiquiátricos para que no dañen a los demás. Muchos de los casos de violencia doméstica y de delincuencia criminal que suceden en nuestro país muestran también —y muy a las claras— que ese problema es quizá también el nuestro.

Sin embargo, mi percepción de la tragedia de Virginia Tech cambió del todo cuando tuve noticia de la gesta de Liviu Librescu, uno de los héroes de ese luctuoso día. Librescu, judío rumano superviviente del Holocausto, era un profesor de ingeniería aeronáutica, ya mayor, que había recibido un notable reconocimiento internacional a lo largo de su vida. Aquella mañana ventosa y fría estaba dando su clase de mecánica en Norris Hall cuando de pronto comenzaron a oírse los inconfundibles sonidos de unos disparos muy cercanos. Los estudiantes se tiraron asustados al suelo y Librescu se abalanzó hacia la puerta para obstruir la entrada, mientras decía a los estudiantes que salieran por la ventana del aula que se encuentra situada en un segundo piso. «Recuerdo —ha relatado una de las alumnas, Caroline Merrey, en Roanoke Times, el periódico local— que miré por encima del hombro antes de saltar y le vi junto a la puerta. No estaría aquí si no fuera por él». Librescu fue acribillado por cinco balas que atravesaron la puerta que estaba bloqueando con su cuerpo. El profesor había dado la vida por salvar a sus alumnos. Sin duda, Librescu había salvado también a toda la Universidad: su heroísmo nos reconcilia a todos con el género humano. De nuevo, el amor ha podido más que la muerte.

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